viernes, 2 de octubre de 2009

 LA FUNCION INTELECTUAL


 

La vida intelectual se encuentra hoy en una situación profundamente paradójica.

Por un lado, sólo hay dos o tres momentos de la Historia que puedan compararse con el presente en densidad y calidad de nuevos conocimientos científicos. Es menester subrayarlo sin la menor reserva; antes bien, con entusiasmo y orgullo de haber nacido en esta época. La metafísica griega, el derecho romano y la religión de Israel (dejando de lado su origen y destino divinos) son los tres productos más gigantescos del espíritu humano. El haberlos absorbido en una unidad radical y trascendente constituye una de las manifestaciones históricas más espléndidas de las posibilidades internas del cristianismo. Sólo la ciencia moderna puede equipararse en grandeza a aquellos tres legados. Pero, por lo mismo, es menos comprensible el azoramiento que, inexorablemente, ataca a quien quiera entregarse a una profesión intelectual: a pesar de tanta ciencia, tan verdadera, tan fecunda y central de nuestra vida, a la que tantos de los mejores afanes humanos se han consagrado, el intelectual de hoy, si es sincero, se encuentra rodeado de confusión, desorientado e íntimamente descontento consigo mismo. No será, naturalmente, por el resultado de su saber.

1. Confusión en la ciencia. No se trata solamente de la confusión radical que puede reinar en algunas de las ciencias más perfectas de nuestro tiempo, tales como la física o la matemática. Esta presunta confusión es, por el contrario, un signo más de vitalidad, porque se


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

trata de una crisis de principios. Una {6} ciencia es, en efecto, realmente ciencia y no simplemente una colección de conocimientos, en la medida en que se nutre formalmente de sus principias, y en la medida en que, desde cada uno de sus resultados, vuelve a aquéllos. Ningún progreso científico es comparable a aquel en que se perfilan y se modelan antiguos y nuevos principios de una ciencia: Aristóteles, Arquímides, Galileo, Newton, Einstein, Planck, serán, por esto, los nombres que jalonan las etapas decisivas en la historia de la física, inaugurando cada uno una nueva era de esta ciencia.

La confusión de que se trata no se refiere, pues, a esta crisis de principios. Es algo distinto y más grave:

1.o Cada una de las muchas ciencias hoy existentes carece casi por completo de un perfil marcado que circunscriba el ámbito de su existencia. Cualquier conjunto de conocimientos 1w-mogéneos constituye una ciencia. Y cuando, dentro de esta ciencia, un grupo de problemas, de métodos o de resultados adquiere suficiente desarrollo para atraer por sí solo la atención del científico y distraerle de otros problemas, queda automáticamente constituida una ciencia "nueva". El sistema de las ciencias se identifica con la división del trabajo intelectual, y la definición de cada ciencia, con el ámbito estadístico de la homogeneidad del conjunto de cuestiones que abarca el científico. En rigor, se opera tan sólo con cantidad de conocimientos. Pero no se sabe dónde comienza y termina una ciencia, porque no se sabe, estrictamente hablando, de qué trata. Para que se sepa de qué trata es menester precisar su objeto propio, formal y específicamente determinado. La primera confusión que reina en el panorama científico actual se debe a la confusión acerca del objeto de cada ciencia.


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

2.o Todas las ciencias se hallan colocadas en un mismo plano. No solamente carecen de unidad sistemática, sino hasta de perspectiva. Da lo mismo una que otra. No existe diferencia ninguna de rango entre los diversos saberes de la humanidad actual. En siendo "científicos", todos los saberes poseen el mismo rango. Parece que se ha llegado a todo lo contrario de lo que afirmaba Descartes cuando decía que todas las ciencias, tomadas {7} en su conjunto, constituyen una sola cosa: la inteligencia. En lugar de esta unidad, que implica esencialmente unidad de perspectiva con diferencias de rango, tenemos un conjunto de saberes dispersos, proyectados sobre un solo plano. La segunda confusión que produce la ciencia se debe a esta sin igual dispersión del saber humano.

Este "plano científico" está determinado por el conocimiento de lo que se llaman los "hechos". Toda ciencia parte, en efecto, de un positum: el objeto, que "está ahí", y no lo considera sino en tanto que está ahí. Parece, entonces, que todas las ciencias han de ser equivalentes en cuanto ciencias, precisamente porque todas son "positivas". La radical positivización de la ciencia actúa como un principio nivelador. Pero no se repara en que tal vez no todos los objetos sean susceptibles de igual positivización. Y, en tal caso, si ese su "estar ahí" no fuera igual para toda suerte de objetos, la positivización no sería niveladora, y las ciencias, aun las más positivas, tendrían en su propio objeto integral un principio de subordinación jerárquica.

II. Desorientación en el mundo. Y es que la función intelectual misma no tiene un lugar definido en el mundo actual. No, ciertamente, por falta de interés, sino porque esta función se ha convertido en una especie de secreción de verdades, vengan de


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

donde vinieren y versen sobre lo que versaren. Ante este diluvio de conocimientos positivos el mundo comienza a realizar una peligrosa criba de verdades, fundada precisamente sobre el presunto interés que ofrecen, interés que se torna pronto en una utilidad inmediata. La función intelectual se mide tan sólo por su utilidad, y se tiende a eliminar el resto como simple curiosidad. De esta suerte, la ciencia se va haciendo cada vez más una técnica.

Esto, que pudiera parecer nada más que penoso, es, en realidad, algo más hondo. Este mundo, que se mide así por su utilidad, comienza a perder progresivamente la conciencia de sus fines, es decir, comienza a no saber lo que quiere. Y entonces sobreviene todo ese ensordecedor clamoreo en torno, en pro y en contra del "intelectual", porque, en realidad, este mundo no sabe dónde va. En lugar de un mundo, tenemos un caos, y en él {8} la función intelectual vaga también caóticamente. "No es difícil ver —decía ya Hegel hace más de una centuria— que nuestro tiempo es una época de nacimiento y una transición hacia un nuevo periodo. El espíritu ha roto con el mundo de la existencia y de las ideas que hasta ahora poseía, y se halla en vías de hundirlo en el pasado y ocupado en la tarea de reformarlo. Es verdad que nunca está en reposo, sino que se halla sometido siempre a un movimiento progresivo. Pero de la misma manera que en el niño, después de una prolongada y tranquila alimentación, viene la primera inspiración a romper lo paulatino del simple proceso incremental. y nace el niño, así también el espíritu en formación va madurando lenta y reposadamente hacia su nueva forma, va arrancando, uno tras otro, los pedacitos de la fábrica de su mundo precedente; su titubeo se insinúa tan sólo por síntomas aislados: la frivolidad y el aburrimiento que muerden en la existencia, el vago barrunto de algo desconocido son presagios de


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

que se cierne algo nuevo. Este paulatino desmoronarse, que no altera la fisonomía del todo, se interrumpe por el orto, que, como un rayo, produce de golpe la hechura del nuevo mundo." (Fenomenología del espíritu, prólogo, I, 3.)

Y una manera especial de hundirse consiste justamente en no hacer sino sobrevivirse en la imaginación. Buena parte de los "intelectuales", y no siempre de los de menor relieve científico, se sobreviven contemplando su imagen pretérita, en una impresionante ignorancia de la transformación radical que la fisonomía del intelecto padece. Una de las cosas que más impresionan al historiador que aborda el estudio de la época de Casiodoro es observar la ingenuidad con que aquellos hombres, que para nosotros se hallan ya de lleno en una nueva Edad de la historia, creen no hacer sino continuar en línea recta la historia del Imperio Romano. Oyendo a muchos de los mejores intelectuales parece que no se trata sino de volver a emprender la marcha por "el seguro camino de la ciencia . Todo se resolvería volviendo a reconquistar el "espíritu científico", el "amor a la ciencia". Olvidan que la función intelectual viene inscrita en un mundo, y que las verdades, aun las más abstractas, han sido conquistadas en un mundo dotado de preciso sentido. El hecho de que puedan flotar, sin mengua de su validez, pasando de un mundo a otro, {9} ha podido llevar a la impresión de que nacen también fuera de todo mundo. No es así. La matemática misma se puso en movimiento, en Grecia, por la función catártica que le asignó el pitagoreismo; más tarde fue la vía de ascenso del mundo a Dios y de descenso desde Dios al mundo; en Galileo es la estructura formal de la naturaleza. La gramática nace en la antigua India, cuando se siente la necesidad de manejar con absoluta corrección litúrgica los textos sagrados, a cuyas sílabas se atribuía un


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

valor mágico, evocador; la necesidad de evitar el pecado de equivocación engendró la Gramática. La anatomía nace en Egipto de la necesidad de inmortalizar el cuerpo humano. Se van tomando uno a uno sus miembros más esenciales y se les declara solemnemente hijos del dios Sol: este recuento fue el origen de la anatomía. La historia india nació de la necesidad de fijar con fidelidad las grandes acciones pretéritas de los dioses; la fidelidad y no la simple curiosidad engendró la historia en aquel país. Ninguna ciencia escapa a esta condición. Por esto, el hecho de que las ciencias adquieran un carácter extrahistórico y extra-mundano es índice inequívoco de que el mundo se halla afectado de interna descomposición.

El hombre, en lugar de limitarse, como el animal, a conducirse en un ambiente, tiene que realizar o malograr propósitos y esbozar proyectos para sus acciones. El sistema total de estos proyectos es su mundo. Cuando los proyectos se convierten en casilleros, cuando los propósitos se transforman en simples reglamentos, el mundo se desmorona, los hombres se convierten en piezas y las ideas se usan, pero no se entienden: la función intelectual carece ya de sentido preciso. Un paso más, y se renuncia deliberadamente a la verdad: las ideas se convierten simplemente en esquemas de acción, en recetas y etiquetas. La ciencia degenera en oficio, y el científico en clase social: el "intelectual".

III. Descontento íntimo consigo mismo. Si el científico, el "sabedor de cosas" y "poseedor de ideas", al verse solo y desplazado en el mundo, recapacita y entra en sí mismo, ¿qué encuentra dentro de sí con que justificarse? {10}


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

Posee, desde luego, unos métodos para conocer, que dan espléndidos resultados, como jamás los hubo en otra época de la Historia. La exuberancia de la producción científica alcanza grados tales, que se tiene la impresión de que la cantidad de descubrimientos científicos excede enormemente de las actuales capacidades humanas para entenderlos.

No se trata de ponerlo en duda ni de suscitar un fácil pesimismo, que, en definitiva, sólo puede brotar en inteligencias pusilánimes y débiles. Nunca la inteligencia humana ha contado con más posibilidades que aquellas de que hoy dispone. Pero, mirado más hacia dentro y examinada la situación con sinceridad, se ve:

1.o Que, en el científico, sus métodos comienzan, a veces, a tener muy poco que ver con su inteligencia. Los métodos de la ciencia van convirtiéndose con rapidez vertiginosa en simple técnica. de ideas o de hechos —una especie de meta-técnica—; pero han dejado de ser lo que su nombre indica: órganos que suministran evidencias, vías que conducen a la verdad en cuanto tal.

2.o Que el científico comienza inquietantemente a estar harto de saberes. No es un azar. Porque lo que confiere rango eminente a la producción científica es el sentido que posee en orden a la intelección de las cosas, a la verdad. Por este sentido es el hombre rector de su investigación y se afirma en plena posesión de sí mismo y de su propia ciencia. Pues bien: en este conjunto de métodos y de resultados de proporciones ingentes la inteligencia del hombre actual, en lugar de encontrarse a sí misma en la verdad, está perdida entre tantas verdades. El intelectual se ve invadido, en el fondo de su


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 


 

ser, por un profundo hastío de sí mismo, que asciende, como una densa niebla, del ejercicio de su propia función intelectual.

Y es que sus saberes y sus métodos constituyen una técnica, pero no una vida intelectual. Está, a veces, como dormido para la verdad, abandonado a la eficacia de sus métodos. Es un profundo error pensar que la ciencia nace por el mero hecho de que su objeto exista y de que el hombre posea una facultad para conocerlo. El hombre de Altamira y Descartes no se distinguen tan sólo en que éste filosof a y aquél no, sino en que el hombre {11} de Altamira no podía filosofar. Para que la ciencia nazca y continúe existiendo hace falta algo más que la nuda facultad de producirla. Hace falta que se den ciertas posibilidades. Penosa y lentamente, el hombre ha ido tejiendo un sutil y vidrioso sistema de posibilidades para la ciencia. Cuando se desvanecen, la ciencia deja de ser viva para convertirse en producto seco, en cadáver de la verdad. La ciencia nació solamente en una vida intelectual. No cuando el hombre estuvo, como por un azar, en posesión de verdades, sino justamente al revés, cuando se encontró poseído por la verdad. En este "pathos" de la verdad se gestó la ciencia. El científico de hoy ha dejado muchas veces de llevar una vida intelectual. En su lugar, cree poder contentarse con sus productos, para satisfacer, en el mejor de los casos, una simple curiosidad intelectual.

Autor: LF. Juan Manuel García López

San Luis Potosí, S.L.P., 02 de Octubre del 2009


 

http://www.zubiri.org/works/spanishworks/nhd/nuestrasituacion.htm#R1 Zubiri, X. (1983). Naturaleza, Historia, Dios. Madrid: Alianza Editorial.

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